01
Okt
16

LA RENTA

“Vivimos revolcaos en un merengue y

en un mismo lodo todos manoseaos”

Fragmento del tango Cambalache.

 

Cada madrugada, desde que breves rayos del sol destellan por el oriente dejando caer sus tenues luces, las calles se inundan de gente trabajadora, que muy temprano hace lo imposible por llegar a sus puestos de trabajo. Unos para acá, otros para allá. Todos en busca del pan de cada día y la sobrevivencia.

Después de una ardua jornada y cuando el día va muriendo, comienza la angustia de la misma gente, por el regreso a sus hogares y nadie estará tranquilo hasta no atravesar el umbral de sus puertas. Ese era el trajín del que cada día era testigo y actor el personaje de este relato.

Al final de la tarde y en el preciso momento en que Caliche abría la puerta, regresando a su humilde casa, el teléfono móvil que llevaba en el delantal comenzó a sonar. Asombrado y nervioso metió la mano en busca del teléfono, donde también depositaba las monedas de la venta del día. En medio del tintineo de monedas, logró tomar el aparato para responder la inusual y extraña llamada.

Hacía unos poco minutos había asegurado con cadenas y candado el viejo carretón de helados que heredó a la muerte de su padre, quien también le había enseñado el oficio de hacer helados, desde que Caliche fue niño. Oficio que en tierras salvadoreñas se conoce como sorbetero.

Con el paso de los años y la experiencia; Caliche se convirtió en el joven sorbetero de los barrios del sur de la ciudad: La Candelaria, La Vega, Santanita, Lourdes, El Modelo y San Jacinto. En su recorrido cotidiano, Caliche con su viejo carretón se cruzaba por aquellos barrios que le dieron carácter de ciudad a la capital; carácter que se esfumo con la explosión social y política de los años 80 y 90. Después de esas dos terribles décadas nadie pudo disfrutar la ciudad como se gozó en los años anteriores.

La ciudad que Caliche vivió durante su niñez ya no era igual. “San Salvador se destruye por todas partes”, se decía así mismo. Todo necesita renovación, mantenimiento, pero esta ciudad se destruye con su gente. Las puertas y ventanas ya no lucen abiertas y transparentes como antes. Ya nadie sale a darse aire, a sentarse en sus mecedoras en andenes y arriates. Solo se ven muros, alambradas electrificadas, barrotes y enrejados, por donde asoman las caras asustadas, cada vez que tocan a la puerta. Esto no era así hace 30 años, esto era muy distinto – decía Caliche-. La pobreza no era sinónimo de infelicidad. Hoy la ciudad es un desierto deshumano. Casas abandonadas, barrios y colonias aterrorizadas, los pequeños negocios en quiebra y ninguna actividad económica y horrada, parece prosperar. Nadie confía en nadie y la autoridad es más temida que confiada.

Aun con los traumáticos cambios que Caliche veía por toda la ciudad, tuvo que continuar con su oficio y su vida, como si treinta años de calamidad no hubiesen sido nada. Llegó el nuevo siglo y la confusión fue mayor. Ya no hubo valores, ni causas por las cuales vivir. Todo fue un tumultuoso desastre. La diáspora de los guanacos (gentilicio con el que se apoda a los salvadoreños en Centroamérica) se extendió por todos los rumbos del planeta, huyendo de un país invivible. Solo se quedaron los que no pudieron escapar y los voraces e inconformes pescadores en ese rio revuelto de destinos de dolor y muerte.

En su mundo de sorbetero Caliche había llegado a conocer a la perfección los gustos y las preferencias de su clientela; pregonando por aquellas calles, con creativa musicalidad los sabores a los que no podía resistirse, quienes en medio de aquel desastre social e inmoralidad, aun podían saborear los sorbetes “El Sin Rival” que Caliche les ofrecía con su pregón, al tiempo que sonaba su campanilla. Él era en el buen sentido de la palabra, lo que en italiano llamaríamos: El venditore de Gelato.

Desde el momento en que el teléfono sonó, le pareció muy extraño, pues casi nadie de sus amigos y familiares le llamaba a la hora en que debía hacer las cuentas de la venta del día. Sin embargo Caliche se dijo entre labios: “Uno nunca sabe cuándo una llamada puede ser urgente. Para bien o para mal un timbrazo la vida nos puede cambiar”. Y apretó el botón para aceptar la llamada.

Una voz amenazante se oyó del auricular:

* “Caliche, sabemos todo de tu negocio, de tu ruta diaria, de tu familia. Sabemos a cuál escuela van tus hijos, y qué días tu mujer va al mercado a comprar las frutas para el negocio. Si no quieres ver muertos y templados a tu mujer y tus hijos y si quieres seguir vendiendo tus sorbetes, tienes que pagarnos una renta de doscientos pesos semanales”.

Después de escuchar la amenaza y salveque, Caliche recibió las instrucciones de cómo, cuándo y donde debía hacer efectiva la renta, que aquella voz anónima le estaba imponiendo.

Su mujer y sus hijos esperaron que Caliche guardara el teléfono para abrazarlo; al verlo sano y salvo de regreso en casa. Su perro también saltaba de alegría, golpeándole la cola contra sus piernas. Nadie cayó en la cuenta lo que estaba pasando. Caliche enmudeció por unos segundos, sin saber qué hacer, ni qué decir. Largos fueron aquellos instantes… Trato de disimular su silencio, se sentó a la mesa y comenzó hacer las cuentas de la venta del día. Separaba el suelto (monedas) de los billetes, preguntándose ¿Por qué? y en ¿Cómo? pararía la amenaza que recién había recibido.

Mientras Caliche hizo las cuentas, su mujer cocinó y sus hijos hicieron sus tareas escolares. Ese día las ventas no fueron ni buenas, ni malas.

Caliche sabía que algún día le llegaría su turno. Aquellos eran tiempos en los que la extorsión y la corrupción era el modus vivendi generalizado. En cada anochecer todo mundo se refugiaba en la intimidad de sus hogares, violentada por pandilleros que irrumpían las humildes viviendas por control territorial o para asesinar a los que con valor enfrentaban el terror a que los querían someter. Los periódicos y la televisión atizaban más el fuego, empecinándose en alarmar a la población, sabe dios por cual motivo y razón. Mientras las autoridades y los políticos se tiraban la culpa unos a otros, al tiempo que se afanaban por enriquecerse y desfalcar la hacienda pública.

Después de la cena; Caliche y su familia se prendieron al televisor, para ver y escuchar aquella realidad increíble. Caliche estuvo mudo y pensativo, balanceándose en su mecedora de costumbre. Por fin se levantó diciendo: – “Ya vuelvo, necesito hablar con el Viejo Amilcar”. Su vecino…

El viejo Amilcar tenía fama en el vecindario de ser una persona prudente y solidaria. Un buena gente como dice la gente. Siempre tenía palabras de esperanza en medio del drama que se vivía, siempre con un buen concejo a flor de labio. Algunos hasta le llamaban “El buenote” por no decirle el pendejo. Pero Amilcar no se preocupaba por estos calificativos. En el fondo, Amilcar guardaba un cierto temor por los prejuicios y estereotipos que la gente siempre hace de las personas como él, pero trataba de que eso no le importara. Y siempre se repetía así mismo: – “Yo no soy ni bueno, ni malo, simplemente soy humano y no puedo ser indiferente al dolor y a las preocupaciones ajenas”… “No puedo ser indiferente a esta tragedia que vivimos”.

Mientras Caliche se dirigía a la casa del Viejo Amilcar, iba recordando lo que su vecino; el Zapatero Solitario, le había sucedido, cuando lo quisieron rentiar (extorsionar). Los pandilleros le amenazaron con quitarle la vida si no les pasaba 30 pesos semanales de renta. El Zapatero de forma contundente les respondió: – “Yo no les voy a dar ni un centavo, y si por ello me van a matar, solo les diré que un favor me van hacer”. Y hasta allí llegó todo. El solitario zapatero, asqueado de su propia vida y de su miseria, aquella amenaza no hizo más que darle valor y sentido a los tristes días que quedaban de su vida.

Pero Caliche no podía arriesgarse, no podía darse ese lujo, como lo había hecho el Solitario Zapatero. Tenía una familia que sostener. No sabía qué hacer y por eso fue en busca del Viejo Amilcar. Al llegar, le contó lo sucedido y después del relato le dijo: – “Bueno Amilcar, parece que por fin me llegó mi turno y tal vez seré la próxima víctima, porque no sé cómo voy a pagarles esa cantidad. El negocio no da para tanto”.

* “Que calamidad a la que hemos llegado” dijo Amilcar, “apenas terminaron los muertos de la guerra civil, comenzaron los muertos de la sinrazón, de lo perverso”. Esos chicos que huyendo de la guerra civil de los años 80 se fueron para el norte, regresaron como maestros de la delincuencia. Para ellos, las cárceles fueron escuelas de deshumanización. Se acostumbraron a vivir de la violencia y a costillas de los demás. Estos que hoy proclaman la cultura pandilleril, aterrorizando a la gente humilde, están generando nuevas oleadas de chicos que buscan refugio en Texas y Arizona. Me pregunto -dijo Amilcar – ¿Con que ideas y conductas vendrán estos nuevos chicos que hoy buscan refugio en las fronteras del Norte?

“Que tendrá ese país del norte – añadió Caliche- que se ha vuelto pervertidor y promotor de las calamidades que azotan nuestro país, agobiado por pandillas de políticos corruptos, persiguiendo pandillas de mareros criminales y ambos, espoleando a la gente honrada y trabajadora. Vivimos revueltos en la corrupción y el crimen, ganancia de los abogansters. ¿A dónde iremos a parar?”…

En eso Caliche dijo…: Amilcar ¿Crees que sería prudente denunciar esto ante la Policía?

Ni loco vayas a hacer algo así- respondió Amilcar, con una sonrisa entre labios y con cara de ironía e incredulidad. No te has dado cuenta que entre más pobres e indefensos somos, menos protección tenemos por parte de las autoridades.

No entiendo –dijo caliche – ¿Cuándo se realizó el quiebre por el cual ya nadie nos representa, ni nos defiende, ni nos protege? Estamos totalmente desamparados y sin esperanzas de nada.

Aquel encuentro entre Caliche y el Viejo Amilcar fue un mar de calamidades, preguntas sin respuesta, reflexiones sin solución, ni conclusión.

——-

Desde su despacho, con los pies encaramados sobre el escritorio, el señor alcalde mando llamar a dos de sus confidentes empleados. Estos, al presentarse ante su despacho se dirigieron a él diciéndole: – Para que somos buenos señor alcalde.

* Hoy por la noche el sorbetero tiene que entregarnos la primera colaboración que le hemos solicitado. Vayan en el doble cabina blanco a recoger ese dinerito que servirá para la próxima campaña electoral. La colaboración estará depositada en una bolsa plástica azul, en el basurero del puente de Las Animas y si no está, ya saben lo que le toca al sorbetero. Pero recuerden… Nada de muertos en este municipio, pues somos un municipio libre de violencia, así que lo pueden aventar en cualquiera de los municipios vecinos. Ustedes bien saben, aquí trabajamos por unidad, en México estos trabajitos los hacen por docenas.

——

Caliche no volvió a recorrer las calles de los barrios del sur de San Salvador. Nadie volvió a oír su alegre pregón, y sus clientes dejaron de saborear los sorbetes de coco, piña, zapote y banano, al que se habían acostumbrado. El viejo y blanco carretón, con el letrero “El Sin Rival” terminó en el fogón donde se cosían frijoles y tortillas de otra humilde casa. La viuda de Caliche, con uno de sus dos hijos atravesó el territorio mexicano, tratando de llegar a la frontera de los Estados Unidos. Ahora son refugiados en un albergue de

indocumentados en la ciudad fronteriza de McAllen (Texas) en medio de una eufórica campaña electoral, en la que uno de los candidatos amenaza con deportar a más de 11 millones de personas.

Para el viejo Amilcar, aquellos trágicos sucesos de Caliche y su familia, fueron una revelación que siempre venimos a llenar modelos preexistentes, que cuando creemos alcanzarlos, se nos cambian, desorientándonos. Volviéndonos ciegos y necios en los viejos modelos, aunque la realidad nos diga lo contrario. Fue como un fogonazo de luz que lo encegueció, pero que después de pasado cierto tiempo, acostumbrado a la oscuridad, los objetos poco a poco recobraron su forma e imagen. Igual que cuando nos perturba y trastorna una pasión; que luego liberados de ella, reflexionamos diciendo: ¡Como pudimos ser tan ciegos!

Estos son tiempos de corrupción y delincuencia, el que no anda sobre estas picardías no está en la jugada. No está globalizado. Estas pandemias sociales azotan por todos lados. La gente honrada, aunque sigue siendo mayoría, vive sojuzgada, sometida por la maldad y la inmoralidad. Hoy se roba y se mata cobijado por la ley. Los valores éticos y las leyes solo son pretextos para simular y justificar el desorden y la barbarie que se vive. De seguir como sigue esta época ya no habrán honrados, pronto todos seremos delincuentes y corruptos, y nos quedaremos retozando en los camastros para vivir de la maldad. Quizás los tiempos siempre fueron así. Hace 85 años, en 1935, el argentino Enrique Santos Discépolo (1901-1951) ya lo había anunciado en su glorioso tango Cambalache.

Hubiese querido que este relato terminara como el cuento “Golpe Doble” del escritor valenciano Vicente Blasco Ibáñez (1867-1928) sobre el cual se inspiró este relato.

Hace cien años Blasco Ibáñez escribió sobre un tiempo similar al que hoy vivimos; tiempos en los cuales la ficción y la realidad parecen confundirse, a cual más dramática la una con la otra. Si algún lector inspirado en la realidad encuentra un final esperanzador, le ruego hacérmelo saber, pues por más que lo intente, no supe o no pude encontrarlo.

Beto Sánchez

Orlando, 30 de Septiembre, 2016.


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