08
Jan
18

¡MIRA LO QUE ME ENCONTRE!, ¡MIRA LO QUE ME ENCONTRE!

Cada vez que tengo tiempo y oportunidad aprovecho pasar por la librería que queda en mi cotidiano camino; ya que muchas veces ambas no coinciden, pero en esa ocasión se dio la coincidencia o tal vez solo fue un aviso corazonado. Uno nunca sabe lo que cada día se puede encontrar en su camino.

Me gusta pasar dando una mirada para ver qué hay de nuevo o de viejo bueno (clásico) en la estantería de libros en español. Y ¡miren lo que me encontré! ¡Miren lo que me encontré!… Por supuesto no fue “La medallita” a la que le cantaron “Los Corraleros del Majahual”. Encontrarse una medallita en una librería hubiera sido algo inusual. Lo que me encontré fue otro tipo de joya; fue la póstuma joya literaria de Carlos Fuentes, cuyo título es: “Aquiles o El guerrillero y el asesino”.

El libro que Carlos Fuentes comenzara a escribir después del asesinato ocurrido en abril de 1990 de su tocayo, Carlos Pizarro Leongómez, el líder del M-19, quien con audacia política y los riesgos de la humana ingenuidad, decidió cambiar las urnas por las armas. A Pizarro lo asesinó un joven sicario durante un vuelo de Santa Fe de Bogotá a Barranquilla, cuando Pizarro se dedicaba a su campaña electoral presidencial para el período 1990-1994.

El joven sicario que lo asesinó fue inmediatamente acribillado por los guardaespaldas de Pizarro, (aunque bien pudieron capturarlo) llevaba dentro de sus zapatos un papelito con un mensaje para que sus contratantes no olvidaran entregar los 2 mil dólares que le habían prometido, por tan cruel asesinato. ¡Qué tan poco dinero para asesinar tan valioso personaje! ¿Quién pudo meter el arma asesina y esconderla en los lavabos del avión de la compañía AVIANCA? ¿Cómo fueron burlados los detectores de armas y metales en un aeropuerto con tantas medidas de seguridad? Son preguntas que aún no han sido correctamente esclarecidas

Carlos Fuentes retoma el rol de los personajes de la Ilíada de Homero, para ir reconstruyendo la vida y muerte de Pizarro a quien le asigna el personaje de Aquiles y sus compañeros de lucha Ospina, Fayad y Bateman asumen los personajes de: Castor, Pelayo y Diomedes respectivamente.

Los herederos del legado literario de Carlos Fuentes – quien falleciera en el 2012 – siguiendo sus instrucciones testamentarias, rechazaron todas las ofertas editoriales para su publicación, hasta que el conflicto más largo de la historia latinoamericana diera algunas señales de estar en su final; y así lo hicieron.

La primera edición del libro dio a luz en junio del 2016 y su distribución recién ha comenzado. Para los que conocían de la existencia de estos originales – familiares de Pizarro, Fuentes y amigos cercanos de ambos – la espera de su publicación fue tan larga, que bien pudo escribirse dos novelas más: la primera, sobre la espera ansiosa del libro y la otra, sobre los complejos y antagónicos laberintos que han tenido que sortear las negociaciones de la ansiada paz de Colombia; de la cual aún no se pueden cantar glorias.

Sacándole tiempo al tiempo me devoré el libro en menos de una semana y lo he vuelto a releer, porque es un libro que me ha hecho comprender y entender al pueblo colombiano.

Cuando uno se traslada a vivir de un país a otro tiene la oportunidad de comenzar nuevas amistades y poder conservar las viejas. El mundo de las amistades se nos amplia. Buena parte de mis nuevas amistades son colombianos y siempre he querido y tratado de entenderlos. Intuitivamente me había imaginado, cómo eran, y quiénes eran ellos. Después de haber leído el libro de Carlos Fuentes, puedo afirmar que me he acercado a entender y comprender quienes son los colombianos.

La mayor parte de los latinoamericanos guardamos rasgos físicos muy parecidos y un pasado histórico y cultural semejante; pero aún con estos rasgos en común; cuando nos reconocemos y nos observamos unos a otros -entre latinoamericanos- notamos en nuestro interior, en nuestro yo colectivo, rasgos que nos hacen diferentes. Son esas pequeñas características culturales e históricas que moldean la nacionalidad, y que le dan una mayor riqueza y diversidad cultural a nuestro continente y su gente.

¿Cuáles son estas identidades y desigualdades entre latinoamericanos?

Para responder ésta pregunta Carlos Fuentes, en su libro se hace otras preguntas más, que a mi entender son fundamentales; y por supuesto cada quien tendrá sus propias respuestas: “¿Será cierto que los latinoamericanos sólo nos parecemos en lo bueno –la cultura, la lengua, la simpatía, el abrazo, la identificación misma- pero no en lo malo? ¿O será que sólo nos parecemos en lo malo y nos distinguimos cada uno, por lo bueno? ¿Son sus artistas lo mejor de América Latina? ¿O son todas las gentes sin nombre, los hombres hechos de «piedra y de atmósfera», «la raza mineral»? ¿Por qué nuestros artistas han sido tan imaginativos y nuestros políticos tan poco imaginativos?”

No he conocido gente más feliz y al mismo tiempo más resentida y amargada de su país que los colombianos. Ese país y su gente han vivido una larga tragedia, una vida invivible que los ha vuelto bipolares. Odian y aman tanto su tierra que cuando se les oye hablar de su propio país, se tiene la impresión de estar escuchando a gente de diferentes nacionalidades, como si estuvieran hablando de dos países diferentes, viviendo dos realidades distintas. “No hay nada en Colombia -le dijo Gaitán Duran- a Carlos Fuentes. No hay Estado, no hay nación, no hay memoria. Hay rencores vivos. Sólo hay amor y odio”

Los colombianos viven resentidos de su país porque testifican como se han cometido tantos y tantos asesinatos. Amargados por la facilidad con que se han truncada tantas vidas valiosas y humildes. Amargados por la inoperancia de un sistema judicial donde la justicia ha sido sinónimo de impunidad; amargados por la insensatez de su clase dominante y las interminables guerras en las que se ha derramado mucha sangre inocente y no inocente.

Pero también he podido conocer la otra cara de la moneda, la cara alegre de los colombianos. La cara de un pueblo feliz, que canta y danza una gran diversidad de ritmos y cantos; un país florido de músicos, poetas, escritores, cómicos y humoristas que los hace ser la gente más feliz y simpática sobre este planeta entristecido y en decadencia. Si existiera un felizometro -un aparato que midiera la felicidad de los pueblos- es seguro que el pueblo colombiano ocuparía uno de los primeros lugares en el ranking. Gozan de la bella biodiversidad de su naturaleza y una variedad de regiones con paisajes y climas agradables; en fin, son un pueblo que aún dentro de la marginación social a que ha sido sometido, puede disfrutar y deleitarse de su naturaleza y la belleza de su gente.

Pero los pueblos como las personas sienten, lamentan y lloran sus tragedias como lo peor que les ha ocurrido. Si pudiera comparar la tragedia de mi pueblo –El Salvador– con la del pueblo colombiano, ésta resultaría mucho más trágica y compleja que la de mi pueblo.

Colombia nunca tuvo paz. Algunos colombianos –de los que yo conozco- que residen en el extranjero han quedado asqueados y resentidos de tanta violencia, por eso reniegan de su país, han perdido la esperanza y no quieren saber de él. Otros, han conocido su tragedia, pero nunca la vivieron en carne propia. La dimensión del territorio, la exclusión de los asentamientos, privilegiando a unos y marginando a otros, ha hecho que los efectos y el drama de la guerra no se sientan de igual manera en todos los territorios. A estos les diría: “Ves que no es lo mismo verla venir, que dormir o vivir con ella”.

Desde que Colombia es Colombia son los campesinos y las poblaciones rurales y semirurales las que han cargado con el mayor peso de la cruel tragedia de sus guerras.

El paso del Siglo XIX al XX lo vivieron los colombianos enfrascados en “La Guerra de Los Mil Días”, (de octubre de 1899 a noviembre de 1902) guerra entre liberales y conservadores, con el resultado de más de 100 mil muertos. A causa de esta guerra entre colombianos y la alagartada política de los norteamericanos, Colombia perdió el istmo de Panamá y ya nunca más lo volvió a recuperar. ¿Cuánta más riqueza tendría hoy Colombia?

A mediados del Siglo XX, después del asesinato del Dr. Jorge Eliécer Gaitán, en una céntrica calle Bogotá, en abril de 1948, cuando éste se postulaba como candidato a la presidencia, con un fuerte apoyo popular, se desató una nueva guerra entre liberales y conservadores: llamada “La Violencia”. A causa de esta guerra, cerca de 200 mil personas murieron en los primeros 5 años.

La revista cultural “Mito” publicada en Colombia y dirigida por Jorge Gaitán Duran (amigo de Carlos Fuentes) denunció las atrocidades que se cometieron entre 1948 a 1958. Algunos críticos acusaron a Gaitán Duran de desprestigiar a Colombia, porque los contenidos de su revista minaban la imagen de Colombia como país “civilizado”…, “Sus críticos sabían perfectamente que éste tenía razón; que la violencia era la novia envenenada de Colombia, su vampiro de lodo. En vano porque la doble oligarquía colombiana, dos personas distintas, liberal y conservadora, y un solo Dios verdadero, el poder, no quería que acabara la Violencia. Quería que continuara, pero que no los tocara a ellos”.

Carlos Fuentes, redacta en su libro que una noche en México, dialogando con Gaitán Duran, éste le dijo lo siguiente: “En Colombia solo mueren los liberales y los conservadores si son pobres, si son campesinos. La Guerra se da en el campo. Los liberales y conservadores de las ciudades van a los mismos clubes, a las mismas bodas, se dan cita en la Plaza Athénée de Paris. El chiste dice, es que su única diferencia es que los liberales van a misa de siete y los conservadores a misa de ocho”

Desde 1948 hasta el presente, Colombia nunca tuvo un día de paz. Un pacto político entre liberales y conservadores puso fin a “La Violencia” en 1957, pero ya estaba preparado el camino para una nueva guerra, con el surgimiento de dos grupos guerrilleros: El ELN y Las FARC. Del primer grupo guerrillero fue Camilo Torres, primer sacerdote guerrillero, que muere en combate en 1964 y del segundo grupo es el legendario Manuel Marulanda Vélez, alias “Tiro Fijo” El guerrillero más veterano del mundo. El padre de Marulanda había sido uno de los cientos de miles de víctimas de “La Violencia”. Marulanda fallece en el 2008 a causa de un cáncer, no se conocen los detalles de su enfermedad, su muerte y sepultura.

En una ocasión, conversando con unos amigos colombianos sobre el conflicto de su país, les escuche hablar de “Los Falsos Positivos” ¿Cómo es eso? Me pregunte a mí mismo inmediatamente. Al instante que reflexionaba en mi interior, sobre esa extraña combinación de palabras. Para mí, ambas palabras son excluyentes la una con la otra. Luego entendí que en la jerga colombiana, fue una combinación de palabras que se convirtieron en terror y agonía.

En todas las guerras civiles suceden excesos de violencia y en casi todas ellas, siempre mueren inocentes, es decir, personas que sin ser parte del conflicto, mueren a

causa de errores o de excesos descontrolados de la violencia, -es decir sin tener vela en el entierro- pero de eso a volverla en política de exterminio para justificar logros en la guerra, eso rebasa los límites del concepto y de la ética militar.

Eso fue lo que pasó en Colombia cuando las fuerzas gubernamentales asesinaban a inocentes, acusándolos de ser parte de grupos guerrilleros, para justificar sus logros contra la guerrilla. Logros que tenían que ser justificados ante los financistas de la guerra contrainsurgente. Por supuesto, el Gobierno Norteamericano.

Carlos Fuentes dice que este tipo de políticas fue lo que llevó en una ocasión a decir a un General del Ejército Colombiano, el General Araujo: «Aquí nosotros decidimos quien es o no es comunista» mientras torturaba y violaba a una joven inocente, a quien vinculaban con el M-19 y falleciera a causa de las torturas.

Pero las guerras nunca vienen solas, en medio de aquel río revuelto de guerra insurgente y contrainsurgente, apareció el poder de los carteles de la droga. Los cultivos de la mariguana colombiana que tuvieron mucha fama y demanda en toda Latinoamérica y EEUU, en las décadas de los 60 y 70, dieron paso a un cultivo mucho más adictivo y rentable -el de la hoja de la coca- de la cual se produce el polvo de la cocaína y su reducto, la piedra o el crack.

A partir de la década de los 80 los carteles colombianos de la droga rápidamente se hicieron de un poder económico y político increíble. No hubo ningún colombiano –desde las más altas, a las más bajas esferas de la sociedad- que no fuera tentado, beneficiado o afectado por tal poder. Los carteles de la droga crearon sus propios ejércitos y llegaron a tener tanto poder económico que ofrecieron al Gobierno el pago de su deuda externa, a cambio que los dejaran continuar en su negocio. Este ofrecimiento ocurrió en tiempos en que los acreedores de los países desarrollados presionaban a toda Latinoamérica al pago de la insolvente deuda externa.

Los carteles de la droga se convirtieron en el “Rey Midas” de los colombianos, todo lo que tocaban se convertía en coca-dinero. Para bien o para mal, nadie estuvo al margen de los carteles. Muchos soñaron en componer sus vidas en este negocio, pero muchos también se la arruinaron para siempre. Nadie se salvó de ser tentado por los carteles de la droga. Allí se fueron las guerrillas, los políticos del gobierno y de la oposición, los militares, paramilitares, los banqueros y los oligarcas, los terratenientes y los campesinos y hasta las gentes más humildes se vieron atrapados por la violencia y el poder de los carteles.

Como resultado de esta confusa vorágine de violencia y enfrentamiento de poderes, Colombia se convirtió en lo que hoy llamamos “Estado Fallido”, un Estado que no es Estado, donde los poderes tiene que hacerse de sus propios ejércitos para defenderse los unos contra los otros. Así surgieron los paramilitares que se convirtieron en ejércitos privados de mercenarios, bandas criminales que vinieron a ponerle más leña al incendiario fuego del conflicto colombiano.

Después de 10 años de lucha insurgente los dos grupos guerrilleros surgidos a principios de la década de los 60 (ELN y FARC) no habían logrado impactar en la vida política y militar de Colombia. Como una tercera vía guerrillera a principios de los 70 se fundó el M-19, integrado por un sector radicalizado de la ANAPO (Alianza Nacional Popular) en protesta por las fraudulentas elecciones presidenciales que se llevaron a cabo el 19 de abril de 1970, en las cuales se le arrebata el triunfo electoral al populista General Rojas Pinilla. A este grupo radicalizado se le suman algunos miembros inconformes con el alineamiento pro-soviético de las FARC, es de allí de donde proviene Carlos Pizarro Leongomez.

Desde su surgimiento El M-19 dio muestras de ser un grupo guerrillero fuera de lo común, sin las ataduras ideológicas propias de los grupos de izquierda de los años 70. Una de sus primeras acciones fue posesionarse de la espada de Simón Bolívar que estaba resguardada en uno de los museos de Bogotá. Ese día divulgaron la consigna: “Bolívar, tu espada vuelve a la lucha” Esta acción abrió el camino para que otros partidos de izquierda latinoamericanos rescataran la imagen de Bolívar.

En 1989 desde la región del Cauca, el M-19 lanzó una proclama en la que decide abandonar la lucha armada. “Dejar las armas se ve como una locura e ingenuidad, sin embargo, elegimos hoy este camino porque estamos seguros que la gran mayoría de colombianos necesitamos la paz”… “En un país despedazado por tantas guerras y fracturado por muchos poderes, alguien tiene que empezar”. -dijo Pizarro.

El día 26 de abril de 1990 Carlos Pizarro, como candidato presidencial, tenía un día muy ajetreado. A primeras horas de la mañana sería entrevistado por un canal de TV y dos horas más tarde un mitin de campaña en la ciudad de barranquilla. “Ofrecemos algo elemental, simple y sencillo” -dijo Pizarro en la entrevista- “¡Que la vida no sea asesinada en primavera!” Esas fueron sus últimas palabras de esperanza, que hoy resuenan en el ambiente político de Colombia y que deberían ser tomadas en cuenta por aquellos que aún no creen que el dialogo y la paz, con todos sus riesgos, siempre serán una opción más humana que la bestialidad del asesinato y la guerra.

Julio Ortega, autor del prólogo del libro y amigo Carlos Fuentes dice que: “Fuentes siempre se adhirió a todas las revoluciones nacionales para terminar decepcionándose de cada una de ellas, que todas las revoluciones terminan fracasando –puede que tenga razón– pero añade a continuación que en ella se suceden momentos padres” (Hermosos),

La misma idea la diría un tantito diferente: Todas las revoluciones terminan fracasando, porque se espera mucho de ellas, despiertan expectativas tan ideales, llenas de utopismo, pero en su transcurso se viven los momentos más intensos de felicidad y de dolor humano, que se vuelve imposible sacarlos de nuestros recuerdos. Fracasan por lo mucho que esperamos de ellas y porque algunos de sus líderes terminan desprestigiándolas y liquidándolas. Eso es lo que hasta ahora nos muestra la historia.

El libro “Aquiles o El Guerrillero y el Asesino” me trajo recuerdos de los asesinatos de Darol Francisco Veliz (Manuel Hernández) y Mario López (Venancio Salvatierra) ambos fueron asesinados cuando la guerra salvadoreña ya había terminado.

Beto Sánchez


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