A las siete y media de la mañana, habitual, sobre inmaculada mantelería, la numerosa servidumbre tenía todo a punto para el desayuno.
Ocho variedades de café; selección de té o infusión; chocolate caliente; zumo de frutas frescas (naranja, pomelo, piña); una botella de cava añejo; cesta de bollería; huevos fritos, hervidos y pochados (con guarnición); embutidos y jamón ibéricos con pan de cristal al tomate; salmón ahumado; surtido de bocadillos. Tortilla de patata y cebolla, jamón dulce; queso de temporada con pan de pagés y membrillo; cuatro variedades de yogurt; seis variedades de frutas frescas; cuatro variedades de cereales…
Todo, ecológiamente producido.
Pareciera que la abundancia, variedad y valor monetario de lo dispuesto, esperaba a todo un contingente de comensales. Sin embargo, únicamente dos se sentaron a los extremos de la mesa.
Ébano africano finamente labrado con motivos góticos. Trecientos años de antigüedad.
Concluída la lectura matutina, dobló cuidadosamente el periódico de la mañana, el Jefe de Estado, lo colocó a un lado a la vez que exhalaba, echando un vistazo a lo servido, un hondo suspiro: –la ley es dura pero es la ley! –dijo.
Sobre el borde de la taza de que sorbía se elevaron las pupilas de su esposa para observar el semblante de aquél hombre que nunca dejaba de sorprenderla.
¿Se estaba refiriendo su marido al secretario del partido en el gobierno? ¿Se refería al jefe de la generalitat, sospechoso de lo mismo que se imputaba a ese secretario? … A ¿Sanchís?…, ¿Lapuerta?…. A lo mejor sugería de esa forma a su propio yerno, aunque la millonaria defraudación que se imputaba a éste, es nimiedad comparado a lo incriminado a otros altos funcionarios…. ¨
En el peor de los casos, mediante esa exclamación suspirada, podría estar refiréndose a él mismo, por confiar más en la banca suiza que en la doméstica…
–¡Dios mío!… Mucho más grave y peor sería, en realidad, que se estuviese refiriendo al jefe de gobierno, al verdadero capitán de esta nave en que vamos todos! El pobre! Cada gesto, cada palabra, cada aclaración le enreda más en su propia telaraña.
La noticia que había hecho suspirar de ese modo al monarca, por fortuna, se colocaba en las antípodas de los temores de la reina. Estaba ilustrado el texto por una fotografía en la que una llorosa mujer abraza maternal y protectora a su pequeño hijo de cinco años de edad.
El talabartero
Lo de su afinidad por el sistema monárquico, a Andreu Barrantes le venía por los genes. Su abuelo había sido condecorado en la guerra del Africa; su padre había sido guardia civil durante la dictadura. Su madre se hizo vieja formando parte del servicio doméstico en la mansión del ministro preferido del dictador.
No se enriquecía, pero su pequeño taller de talabartería había encontrado nicho. El perfecto equilibrio entre oferta y demanda. Tal, le prometía sobrevivir por larga que fuese la crisis, aunque con modestia.
El mismo día que visitaba al rey un agente ruso de turismo, abordó al talabartero un agente inmobiliario. Nadie se enteró de esa coincidencia. Ni siquiera el mismo artesano del cuero.
El soberano había solicitado la entrevista; Barrantes por el contrario, únicamente por pura cortesía se vió forzado a prestar oídos al intruso.
Si el embaucador rebosa de ameneidad y carisma, se vuelve sumamente eficaz. Este era el caso. Largos minutos de entretenida conversación lograron embriagar de fantasía la austera mentalidad que había decidido evitar riesgos enmedio de la tormenta.
–La crisis es la ruina para los miopes, pero gran oportunidad para los visionarios –concluyó el inmobiliario.
Tales palabras provocaron el efecto deseado acaso con demasiada exactitud.
Cambiando Barrantes radicalmente de actitud, decidió ahí mismo hipotecar taller y vivienda por la suma que le permitiría adquirir nuevo local en la zona céntrica de la ciudad y le concedería duplicar el personal. ¿Clientela? –Lo fundamental es producir; lo demás viene por añadidura –remachó el agente bancario. El contrato se firmó pocos días después en la sede financiera.
Por distinto derrotero llevó al Jefe de Estado el agente ruso. Lo condujo hasta los bosques helados de Vologda. Objetivo: cinegética de alto riesgo; su deporte favorito.
Regresó de la montería precisamente cuando la crisis arreciaba. El retorno no estuvo exento de polémica. Ciertos fisgones envidiosos le acusaban de cobardía: el oso pardo (la pieza a cobrar), hubo de ser sedado para que su cazador recuperara el suficiente coraje de endilgar la escopeta y disparar.
El infundio fue debidamente aclarado por el secretario de prensa. La sustancia previamente inyectada al plantígrado, tendría que haber obrado similar efecto al de las banderillas clavadas en el lomo del toro al inicio de la corrida: la exacerbación de la fiereza animal. Fue por alguna desconocida razón que el preparado actuó con efecto somnífero.
Fuentes fidedignas proponen que el estrés moral provocado por esos maliciosos comentarios, empujó al soberano a decretar sustancial aumento de salario estrictamente en su favor. Esta decisión tampoco estuvo excenta de suspicacias espetadas por boca de animosas felonías.
Sin embargo. Que económicamente no sea posible un incremento salarial generalizado, a causa de la crisis, tampoco es óbice a que tal medida sea capaz de eliminar las aprensiones de algún eventual favorecido.
El acontecer coincidió en el tiempo, aunque no en el espacio, con otro hecho no muy feliz y a lo mejor, fortuito: Instalado en su nuevo local, los números rojos comenzaron a invadir la contabilidad de Andreu Barrantes. Encargos y ventas se mostraban estancados. Algo había fallado. Algo que sólamente y a posteriori, algún filósofo de la economía podría descubrir.
Semejante al árbol respecto del bosque, tales circunstancias forman parte de un contexto mucho mayor, aunque no por ello visible o comprensible al ojo o al entendimiento.
El gobierno bien hubiese podido optar por la solución islandesa. La vía de penalizar el fraude bancario: en lugar de utilizar el dinero público para salvar a los banqueros.
Se impuso la alternativa Wall Street: rescate de las financieras con el dinero de los contribuyentes; el favor recibido fue respondido hundiendo las hipotecas de los cotizantes de menor capacidad adquisitiva.
Soltadas las aves de rapiña; millones y millones de cotizantes resultaron embargados.
El pálpito vital del sistema es uno solo: la concentración de la plusvalía; son las formas de llevarlo a cabo las infinitas.
“¡Necios!” “Habéis intentado vivir más allá de vuestras posibilidades”. “¡Ingenuos! ¡Incapaces de entender que la economía es matemáticas; que ésta es la ciencia del buen cálculo y la exactitud!… ¡Enmendaos!… ¡Aprended la lección o perded toda esperanza!”
Situaban ahora las vicisitudes a Andreu Barrantes años luz de alguna relación con el personal de servicio del palacio real, pero no podía abandonar el espontáneo reflejo de buscar enterarse de todo lo que ahí sucedía. Igual que su abuelo había en él arraigado el convencimiento que únicamente la autoridad del rey era capaz de contener aquel pueblo tendiente al desenfreno en las celebraciones, al desorden en las calles, y a la tolerancia de la corrupción de los políticos. Agregaban esos súbditos a los sinónimos de la política, el desfalco de las arcas del Estado.
Abrió el sobre que le remitía el banco. No sin indignación se dió por enterado: los atrasos en que incurría estaban a multiplicar por dos la deuda contraída.
Pasaba frente al quiosco. Leyó de reojo el titular “Jefe de Estado viaja al Africa”. Se abstuvo de comprar el ejemplar; era cuestión de evitar hasta el mínimo gasto innecesario.
El regreso del monarca se tornó memorable. Fue el mismo día que la deuda obligó a Barrantes despedir a sus empleados. Quedó solo al mando de una nave al garete.
Los corrosivos chismes de la prensa alrededor del safari real, aportaron a que la coyuntura se volviera inolvidable.
En la fotografía oficial se le veía ufano, escopeta en ristre delante de un gigantesco paquidermo abatido.
Según cálculos doblaba en edad al soberano, el animal. Largos años le obligaban a caminar con parsimonía; tomaba reposadamente con la trompa, lo que le ofrecieran los turistas en la palma de la mano. No obstante, para evitar algún desagradable percance, antes del disparo fatal le fueron atadas las patas traseras con una gruesa cadena de acero.
Tampoco olvidó Barrantes la exacta fecha que cayó en suspensión de pagos. Fue el mismo día que la alcaldesa de la ciudad y su hijo ocuparon protagonismo en los titulares. Colocaban la carreta adelante de los bueyes: instalaban primero sus negocios y a posteriori gestionaban los permisos legales. La razón era de fondo. La máxima jefatura comunal es la encargada, por ley, de ordenar el cierre de comercios en condición de ilegalidad e imponer la multa correspondiente.
Lourdes Bedoya refiere que respetaba el aislamiento que buscaba su marido en situaciones apuradas, porque era en una suerte de meditación que él encontraba siempre, la mejor de las alternativas.
Nunca imaginó que la soledad que buscó esta vez, inmediatamente despúes del riguroso embargo que les dejó en la calle, le llevara a cometer suicidio.
Tampoco se le cruzó jamás por la cabeza, la existencia de dos leyes que resultaron para ella, atroces. La que le niega la posibilidad de cobrar pensión de viudedad y orfandad, debido a las circunstancias de la muerte de su marido. Y la ley que permite a Hacienda Pública, comenzar a cobrar inmediatamente al pequeño Rodrigo Barrantes (cinco años de edad), la parte de la deuda que no alcanzó a cubrir el valor total de los bienes incautados a su padre: diecisiete mil euros.
La información fue captada por el matutino que prefiere leer el rey, cada día, mientras toma el desayuno.
Lobo Pardo